martes, 26 de enero de 2010

Mi Vida... ¿La vida?

Crítica de teatro/ Miguel A Barba
XXVII Festival de Teatro de Málaga

Las fotos son de Daniel Pérez / Teatro Cervantes

Lugar: Teatro Echegaray, sábado 23 de Enero de 2010.
Obra: Mi vida. Biografía Musical.
Autora el intérprete: Hanna Schygulla.
Piano: Stephan Kanyar.
Dirección: Alicia Bustamante.

Este fin de semana, el Teatro Echegaray nos citó con la historia, con la memoria. Una diva, una actriz de culto no muy conocida en España por el gran público; al margen, claro está, de los amantes del cine diferente al comercial, del cine de autor.

Hanna Schygulla, que trabajó con Fassbinder o Win Wenders, con Jean-Luc Godard, Marco Ferreri o Carlos Saura, vino a sus 69 años a los escenarios para contarnos como le ha tratado la vida, la sociedad, qué sintió en aquellos momentos importantes de la reciente historia en los que ella era una niña o una adolescente rebelde, una joven brillante promesa o una realidad del celuloide, su época de gran admiradora de Beltor Brecht o de musa de Fassbinder adorada por todos, una hija dedicada al cuidado de sus padres enfermos durante más de una década de alejamiento de los escenarios y los platós o en su vuelta a los círculos culturales donde conoce a García Márquez, vive en cuba o en Brasil admira y comparte escenarios con María Bethánia y se enamora del tango, la música brasileña, el son...

La actriz polaco-alemana, afincada en París, se presenta con toda la sobriedad posible sobre el escenario, acompañada de un piano y un pianista. Su silla, su micrófono y su intimidad.

Concentrada comienza a desvelarnos sus más recónditos secretos y nada mejor que el origen de todo: qué oía desde el vientre de su madre, primera canción alemana de su infancia. A ésta se sucedieron toda una representación de melodías de la Alemania nazi, de canciones infantiles y de temas recurrentes de la época.

Schygulla se confiesa y, progresivamente, va dando a conocer aspectos de su vida que en algunos casos tuvieron que ser difíciles de escribir y describir.  Cuando, subida en el último tren hacia un campo de concentración que no sale por problemas eléctricos, acaba la guerra, una guerra durante la cual su nombre, Hanna, levantó suspicacias entre los nazis por ser un nombre típico judío, por lo que su familia pasó por más de un contratiempo. Una canción de Mahler daba paso al primer gran cambio de su vida.

La muchacha joven que se traslada a París y trabaja de camarera. Que repudia su pasado, su cultura y su identidad alemana, que se llena de Edith Piaf, Bill Haley, Elvis, Dylan, Beatles, Lennon, Rolling y Janis Joplin y que vuelve a su Alemania aún catatónica y cubierta de escombros y donde recupera algo de su germanidad gracias a personajes como Beltor Brecht, de quien interpretó algunas canciones.

Momentos de emoción intangible: todos a quienes admiro, amo, sigo... nos dejan pronto. ¿Será un sino, una señal...?


Hanna, un torbellino de la palabra, toda quietud en escena. Una voz por momentos dulce y entonada, otros desgarrada y atonal, con finales imposibles para su voz, que solventa gracias a sus grandes dotes interpretativas. Toda la actuación hubiese tenido una gran atmósfera intimista, de susurro a veces, de confesión, de tú a tú, de emotividad compartida. Podríamos haber sido transportados como en un hilo, casi de puntillas por su vida. Pero el público se “empreñó” en convertir todo esto en un concierto de pop rock y cada vez que se creaba una atmósfera preciosa, comenzaban una retahila de aplausos que, en muchas ocasiones, ni siquiera dejaron oir los finales del piano. 

Pero bueno eran sus incondicionales y la jaleaban, aplaudían y coreaban, eso sí, bajito. Y que, mientras cantaba o nos contaba las cosas de su vida, guardaba un silencio compugido y un tremendo respeto por esta señora que se atrevía a decirnos cómo lo pasaba en esos tiempos en los que, alejada de todo, se dedicaba a su madre primero durante diez años y, tras su muerte, a su padre otros tantos.

Estábamos en la segunda parte y el teatro se abrigó con un velo de añoranzas y melancolía, Hanna nos subía y bajaba el ánimo a su libre antojo hasta que se descubrió por completo. Los guiones que García Márquez pone en sus manos para interpretar en Cuba y la música latina que la arropa muchos años y que compartimos con ella a ritmos de tango, bolero y samba.  Los recuerdos de su amistad con María Bethánia, tangente entre la música, la literatura y el arte dramático, otra formidable artista sin mucha repercusión fuera del mundo lusófono. Esta última parte quiso compartirla con el público hablando en español.

En plena catarsis emocional nos dejó con un desgarrado blues y demostró una vez más su variedad de recursos y sus grandes dotes para adaptar cualquier canción y hacerla suya. Como el buen y completo pianista que la acompañó. Como todas las personas que nos quedamos al final perplejos porque lo que en principio iba a durar una hora y media, aproximadamente, se convirtieron en dos horas y media.
Un tiempo que sirvió para que muchos la conociéramos mejor y otros la recuperaran para siempre.

A veces ¡qué poco es necesario con una artista tan completa como ella misma, con todo su bagaje de vida y de experiencias, para llenarnos por completo durante mucho tiempo!

Y nos hubiera gustado que nos hubiera contado qué pasó después de...

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