jueves, 14 de enero de 2010

Buen texto, buenos actores y una propuesta pobre

Crítica de teatro/ José Antonio Triguero.
  XXVII Festival de Teatro de Málaga.
Fotos: Braojos.


Lugar: Teatro Cervantes.
Fecha: 12 de enero.
Dirección: Tamzin Townsend.
Texto: J. P. Miller. Adaptación: David Serrano.
Reparto: Carmelo Gómez y Silvia Abascal.

Una obra (de teatro) que se mece en las mimbres de otra obra (de cine) no es meta-nada, más bien es un homenaje. Y los homenajes en clave de puesta en escena y muy señor mío  no son, en el caso del arte escénico, teatro vivo. Y si se trata de teatro muerto no es ni siquiera teatro.

Esta propuesta de Tamzin Townsend es esclava de la película de Blake Edwards del mismo título (1962). La directora se niega de esta manera el riesgo, el sudor y la sangre necesarios para conmover al espectador desde las tablas. En lugar de ello, se da al respetable una versión escénica muy tibia del texto, convencional y rutinaria que no va más allá de lo que hace 48 años plasmaran Jack Lemmon y Lee Remick en la gran pantalla.

En definitiva, la puesta en escena lo deja todo en manos del argumento y de los actores. Dicho de otro modo, a la historia le sobra un espacio escénico que es pobre, pretencioso y confuso: un forillo pintado mitad interior de la casa, mitad silueta desdibujada de los edificios de Nueva York, telón translúcido que sube y baja para crear un espacio delante y otro detrás de forma que limita y entorpece el movimiento escénico y las evoluciones de los dos actores o el salón comedor donde los muebles parecen trastos. Todo ésto unido al tratamiento y el uso de los objetos de escena -que no son puestos en valor en ningún momento, si exceptuamos la recurrente y pueril utilización del  juguete pato-, dan al traste con la posibilidad de llegar a las entrañas del texto, que sólo cuenta como aliado con la química que existe entre los dos protagonistas.

Sobresale Carmelo Gómez por su presencia escénica, su magnífica dicción y su interpretación, aunque hay que reconocer que ninguno de los dos atinan cuando están borrachos, él por su exagerada manera de hacernos ver que lo está y Silvia Abascal por no llegar; y de tal manera que en la fase terminal de su alcoholismo resulta blanda y falta de convicción. Esta es una obra de gran agitación interior, de violencia, de lucha con uno mismo. Sobrios lo consiguen, borrachos no. Y la razón es que no se llega al límite en la degradación de ellos mismos y de la propia casa. El simplón flash discotequero no ayuda precísamente a crear la atmósfera necesaria para la orgía de autodestrucción en la que están inmersos.

Carmelo Gómez se muestra previsible, se anticipa y anticipa lo que va a hacer, busca los objetos para chocar con ellos. Cuando no tiene que moverse gana en intensidad y convicción, interpreta con la voz y con las manos pero no con el cuerpo que responde muchas veces a destiempo, da la sensación de pelearse con su organicidad. Silvia Abascal queda en un discreto segundo término, no se le exige ir más allá; recaída tras recaída en el alcohol, su nivel de alcoholismo parece siempre el mismo.

Dos buenos actores desaprovechados por una dirección anodina. La escena del encuentro y despedida final en la que él prepara la mudanza en cajas para irse a España con su hijo, es prueba de ello; no tiene suficientes cosas para llenarlas, incluidos los cojines del sofá y el parquecito de cuando el niño era un bebé. Como no sea que se los lleva de recuerdo, no se atisba ninguna intencionalidad ni valor en los objetos. Y en el teatro, el paso del tiempo y los objetos son elementos fundamentales para jugar a creernos la historia que está pasando.


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